¡Qué pena pensar que muchísimos hombres no viven su vida! No viven porque no ven. Y no ven porque miran al mundo, las cosas, los familiares, los hombres, con sus propios ojos. Mientras que para ver bastaría seguir cada acontecimiento, cada cosa, cada hombre, con los ojos de Dios.Ve quien está unido a Dios, quien reconociéndolo “Amor”, cree en su amor y razona como los santos: “Todo lo que Dios quiere y permite es para mi santidad”.Por lo cual alegrías y dolores, nacimientos y muertes, angustias y gozos, fracasos y victorias, encuentros, conocimientos, trabajo, enfermedades y desocupaciones, guerras y calamidades, sonrisas de niño, afecto de madres, todo, todo es materia para nuestra santidad.En torno a nuestro ser gira un mundo de valores de toda clase, mundo divino, mundo angélico, mundo fraterno, mundo amable y también mundo adverso, dispuestos por Dios para nuestra divinización, que es nuestro verdadero fin.Y en este mundo cada uno es centro, porque ley de todo es el amor.Y si para el equilibrio divino y humano de nuestra vida debemos amar, por voluntad del Altísimo, amar siempre al Señor y a los hermanos, la voluntad y la permisión de Dios, los otros seres -lo sepamos o no- sirven y se mueven en su existencia por amor a nosotros. En efecto, para quienes aman, todo coopera al bien.Con los ojos apagados e incrédulos, a menudo no vemos que todos y cada uno han sido creados como un don para nosotros y nosotros como un don para ellos.Pero es así. Un misterioso vínculo de amor une hombres y cosas, guía la historia, ordena el fin de los pueblos y de los individuos, en el respeto de la más alta libertad.Pero después de algún tiempo en que el alma abandonada en Dios ha hecho ley suya “creer en el amor”, Dios se le manifiesta y ella, adquiriendo una visión nueva, ve que de cada prueba recoge nuevos frutos, que a toda lucha sigue una victoria, que sobre cada lágrima florece una sonrisa nueva, siempre nueva, porque Dios es la Vida, que permite el tormento, el mal, para un bien mayor.Y comprende que el camino de Jesús no culmina en el vía crucis ni en la muerte, sino en la resurrección y en la ascensión al Cielo.Entonces el modo de observar las cosas humanamente pierde color y sentido, y lo amargo ya no intoxica las breves alegrías de su vida terrena. Ya no le dice nada la melancólica frase: “No hay rosa sin espina”, antes bien, por la ola de la revolución del amor en que Dios la ha arrastrado, para ella cuenta más esta otra: “No hay espina sin rosa”.
Chiara Lubich: "Meditaciones", 1964.