Leo a José Luis Restán comentar un artículo de Fernando Savater en El País, "Las trampas de la fe". Está muy bien Restán en su réplica, pero se toma demasiadas molestias con alguien que tan flagrantemente demuestra que no tiene ni idea de lo que escribe.
Contra Restán escribe Eduardo Robredo en su blog. Encuentro su embestida algo más fina que la de Savater, pero sustentada en el mismo tipo de ignorancia.
Y es que el principal problema que tiene esta gente, a mi modo de ver, es que no entienden qué es creer. Creer no es conocer con certeza, al menos con el grado de certeza con el que sabemos que 7 es un número primo. Creer, o tener fe, es una actitud humana prescindible, en el sentido de que estrictamente no nos lleva a conocer con absoluta certeza, pero no es irracional. Creer no supone renunciar a pensar. Intento poner un ejemplo.
Consideremos las matemáticas, campo que conozco, y que es paradigma del conocimiento certero. Cuando abro un libro de matemáticas me encuentro con un teorema. Y lo analizo. Hay veces que, en base a mi experiencia, no necesito leer la demostración. Otras, en cambio, sí. En estos últimos casos, cuando llego al cuadradito negro que marca el fin de la demostración, me he convencido de que el teorema es correcto. He incrementado mi experiencia matemática.
Ahora abro el Evangelio de San Juan. Para un materialista esto es un texto de pura ficción, a la misma altura que "El señor de los anillos". Yo lo abro y veo una propuesta, unos teoremas que no puedo demostrar, de los que nadie tiene demostración. Y que no constituyen, por tanto, un conocimiento objetivo, comunicable a otros (como las matemáticas). Los materialistas, ante la falta de evidencias objetivas, cierran el libro y se ponen a leer a Savater. En cambio, yo hago exactamente lo mismo que cuando, leyendo matemáticas, me encuentro con algo que no logro entender: Continúo leyendo, dando el teorema por válido, hasta ver a dónde me lleva el discurso del autor.
Tener fe es, para mí, esencialmente lo mismo. Uno se adentra en un recinto repleto de propuestas indemostrables acumuladas por otros muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia, y que forman un precipitado reconocible. Uno acoge ese legado, lo da por válido, sin que eso suponga renunciar a la razón, y sigue inspeccionando, tratando de descubrir un orden, un sentido a todas esas capas de sedimentos, pero sabiendo que una demostración objetiva y comunicable de ese orden no estará nunca al alcance de uno.
Acabo recordando que muchos matemáticos, cuando investigan, cuando tratan de demostrar un resultado, otorgan a éste el carácter de conjetura en base a su experiencia, o a evidencias existentes hasta ese momento. Hay veces que una conjetura se desestima, por demostrarse fehacientemente su falsedad, pero otras veces la conjetura está ahí, sin demostración ni refutación. ¿Será verdadera? ¿Será falsa? Sólo queda contemplarla.