Hoy la palabra fácil y la imagen vulgar son las dueñas de muchas vidas. Tengo la sensación de que el hombre moderno no sabe detener el flujo ininterrumpido de palabras sentenciosas, falsamente morales, y el deseo bulímico de iconos adulterados.
El silencio de los labios parece algo imposible para el hombre de Occidente. También los medios de comunicación tientan a las sociedades africanas y asiáticas empujándolas a perderse en una jungla superabundante de palabras, imágenes y ruidos. Las pantallas luminosas necesitan un alimento pantagruélico para distraer a la humanidad y destruir las conciencias. El hecho de callar reviste la apariencia de debilidad, ignorancia o falta de voluntad. En el régimen moderno el hombre silencioso se convierte en aquel que no sabe defenderse. Es un sub-hombre. El hombre que se dice fuerte es, por el contrario, un ser de palabras. Arrasa y ahoga al otro en el torrente del discurso.
El hombre silencioso ya no es signo de contradicción: es sólo un hombre que sobra. El que habla posee importancia y valor, mientras que el que calla solamente recibe poca consideración. El hombre silencioso queda reducido a la nada. El simple hecho de hablar aporta valor. ¿Que las palabras no tienen sentido? No importa, el ruido ha adquirido la nobleza que antes poseía el silencio.
Al hombre que habla se le aplaude; el silencioso es un pobre mendigo hacia el que ni siquiera merece la pena alzar la mirada.
Cardenal Robert Sarah: "La fuerza del silencio", números 29 y 30. Palabra, 2017.