Consideremos esta pregunta: El cristiano, ¿trata de imitar a Jesús o de participar en Él? O, alternativamente, el cristianismo, ¿consiste principalmente en seguir un ejemplo moral o en dejarse llevar y sumergirse en un misterio que se desvela?
La división entre imitación y participación en la fe cristiana no es un mero matiz teológico; revela una tensión fundamental sobre la naturaleza misma de la vida cristiana. Por un lado, tenemos la idea de imitación: el cristianismo consistiría principalmente en emular la vida de Jesús. Este enfoque exige a los creyentes reproducir sus acciones, encarnar sus virtudes y modelar su comportamiento según la figura histórica de Cristo. Desde este punto de vista, el cristianismo sería un proyecto moral centrado en las acciones individuales y la conducta ética. Aunque la imitación posee un valor innegable, cuando se convierte en el núcleo de la vida cristiana se corre el riesgo de convertir la fe en poco más que un ejercicio moralista: un conjunto de reglas a seguir en lugar de una experiencia viva y transformadora.
La participación, por otro lado, ofrece un enfoque radicalmente diferente. Aquí, el cristiano no trata de "copiar" a Jesús, sino de incorporarse a un drama divino en marcha. La participación, por tanto, redefine toda la experiencia cristiana: no se trata tanto de esforzarse por imitar la vida de Cristo, como de participar en el misterio continuo de su presencia en el mundo. El creyente no es solo un discípulo que aprende a imitar una figura antigua, sino un participante en una historia más grande y viva, una historia que trasciende el tiempo y abarca tanto al individuo como a la comunidad, que llama al creyente a participar en algo más grande que él mismo.