"Deteneos y reconoced que yo soy Dios". Tal vez nuestra primera tarea sea vivir esta circunstancia dándole un significado. Después de todo, el verdadero drama que la sociedad está experimentando actualmente no es tanto o sólo la pandemia, sino sus consecuencias en nuestra existencia diaria. El mundo se ha detenido. Las actividades, la economía, la vida política, los viajes, el entretenimiento, el deporte se han detenido, como para una Cuaresma universal. Pero no sólo eso: en Italia y ahora también en otros países, la vida religiosa pública también se ha detenido, la celebración pública de la Eucaristía, todas las reuniones y encuentros eclesiales, al menos aquellos en los que los fieles se reúnen físicamente. Es como un gran ayuno, una gran abstinencia universal. Esta parada impuesta por el contagio y por las autoridades se presenta y se experimenta como un mal necesario. El hombre contemporáneo, de hecho, ya no sabe cómo detenerse. Sólo se detiene si es detenido. Detenerse libremente se ha convertido en algo casi imposible en la cultura occidental actual, que además está globalizada. Ni siquiera para las vacaciones se detiene uno realmente. Sólo los reveses desagradables son capaces de detenernos en nuestra prisa por aprovechar cada vez más la vida, el tiempo, a menudo también de otras personas. Ahora, sin embargo, un desagradable contratiempo como una epidemia ha detenido a casi todo el mundo. Nuestros proyectos y planes han sido cancelados, y no sabemos por cuánto tiempo. Incluso nosotros, que vivimos una vocación monástica, quizás de clausura, ¡cuánto nos hemos acostumbrado a vivir como todos, a correr como todos, a pensar en nuestra vida proyectándonos siempre hacia un futuro!
Detenerse, en cambio, significa encontrar el presente, el momento que se nos pide vivir ahora, la verdadera realidad del tiempo, y por lo tanto también la verdadera realidad de nosotros mismos, de nuestra vida. El hombre sólo vive en el presente, pero siempre estamos tentados de permanecer apegados al pasado que ya no existe o de proyectarnos hacia un futuro que aún no existe y tal vez nunca existirá. En el Salmo 45, Dios nos invita a detenernos y reconocer su presencia entre nosotros: "Deteneos y reconoced que yo soy Dios, Más alto que los pueblos, más alto que la tierra. El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob." (Sal 45.11-12) Dios nos pide que nos detengamos; no nos lo impone. Quiere que ante Él nos detengamos y permanezcamos libremente, por elección, es decir, con amor. No nos impide como la policía que detiene a un delincuente fugitivo. Quiere que nos detengamos como nos detenemos frente a nuestro ser querido, o como nos detenemos frente a la tierna belleza de un bebé dormido, o un atardecer o una obra de arte que nos llenan de maravilla y silencio. Dios nos pide que nos detengamos para reconocer que su presencia para nosotros llena todo el universo, es lo más importante en la vida, que nada puede superar. Detenerse ante Dios significa reconocer que su presencia llena el instante y por lo tanto satisface plenamente nuestro corazón, en cualquier circunstancia y condición en que nos encontremos.
[...] El verdadero peligro que se cierne sobre la vida no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, de vivir sin tender hacia una plenitud mayor que la vida y una salvación mayor que la salud. Esta pandemia, con todos sus corolarios y consecuencias, es entonces una oportunidad para que todos nosotros nos detengamos realmente, no sólo porque estamos forzados, sino porque hemos sido invitados por el Señor a estar ante Él, a reconocer que Él, en este momento, viene a nuestro encuentro en medio de la tormenta de las circunstancias y de nuestra angustia, proponiéndonos una renovada relación de amistad con Él, con Aquel que es indudablemente capaz de detener la pandemia como calmó el viento, pero que sobre todo nos renueva el don de su presencia amistosa, que vence nuestra fragilidad llena de miedo –"¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”– y quiere llevarnos inmediatamente al último y pleno destino de la existencia: Él mismo que permanece y camina con nosotros.
[...] La situación actual nos recuerda a nosotros y a todos los cristianos un poco lo que dice San Benito sobre el tiempo de Cuaresma (cf. RB 49,1-3): deberíamos vivir siempre así, con esta sensibilidad al drama de la vida, con este sentido de nuestra estructural fragilidad, con esta capacidad de renunciar a lo superfluo para salvaguardar lo más profundo y verdadero en nosotros y entre nosotros, con esta fe de que nuestra vida no está en nuestras manos sino en las manos de Dios.