Tendemos a considerar, en nuestro análisis del Evangelio, que las riquezas nos alejan de la santificación a la que estamos llamados, mientras que la ausencia de riqueza nos acerca a ella. Pero estimo que este análisis no reconoce la naturaleza de nuestra auténtica relación con Dios. Es cierto que el exceso de bienes puede llevar al hombre a la soberbia, al egoísmo y a la indolencia. Pero a veces la ausencia de bienes lleva a la angustia, a la desesperación y a la ira, que no son precisamente actitudes cristianas ante la vida.
Nuestra relación con Dios no debe depender de nuestra mayor o menor riqueza, sino de si conscientemente convertimos a ésta en un obstáculo para dicha relación. Ningún milagro de Jesucristo convierte a un pobre en rico, ni a un rico en pobre. Nuestro Señor enriquece los corazones, no los bolsillos.