26/9/20

¿Eliminar el sufrimiento?

 Recibo la noticia de que se ha redactado un manifiesto, al que es posible sumarse aquí, en contra de la tramitación en el Congreso de una ley que pretende legalizar la eutanasia en España. El lema de dicho manifiesto es: "Eliminar el sufrimiento sí, pero eliminar al que sufre no. Detengamos la ley de la eutanasia".

Vaya por delante que desconozco la redacción de dicha propuesta de ley, y que mi posición es contraria al hecho eutanásico. Pero me sorprende que en el lema se considere prioritaria la "eliminación del sufrimiento". ¿Debe ser nuestro objetivo la eliminación del sufrimiento? 

Como católico que quiere serlo conscientemente, la sola mención de la palabra sufrimiento me hace dar un paso atrás y mostrar una actitud reverencial. El sufrimiento es la vía que Dios eligió para nuestra redención, realizada mediante la cruz de Cristo, en un misterio intangible. En la tradición católica, sufrir significa hacerse particularmente receptivo a la acción de la las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a toda la humanidad en Cristo.

Cristo reprende severamente a Pedro cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16, 33; Jn 18, 11). Y las palabras de Cristo en Getsemaní no ofrecen duda sobre la verdad del amor en el sufrimiento (Mt 26, 39, 42). Tampoco escondía Cristo a sus oyentes la necesidad del sufrimiento: "Si alguno quiere venir en pos de mí... tome cada día su cruz" (Lc 9, 23).

En su carta apostólica "Salvifici Doloris: Sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano", de 1984, Juan Pablo II dice lo siguiente:

Precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha «cósmica» entra las fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que habla la carta a los Efesios (Ef 6, 12), los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.

Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana. Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás. El hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto más pesadas son las estructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia que posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo.

Por tanto, si el sufrimiento, para el cristiano, tiene un sentido salvífico, ¿cómo ha de ser nuestra misión "eliminarlo"?

Pero tampoco cabe una actitud pasiva ante el sufrimiento humano. Al contrario, la parábola del buen Samaritano nos muestra que el camino a seguir en la perfección cristiana pasa por desarrollar nuestra sensibilidad ante el prójimo y su sufrimiento, salir a su encuentro, amarle en su sufrimiento. Además, conviene no perder de vista que el sufrimiento tiene el poder de hacer nacer obras de amor en los que ven transformado profundamente su corazón por el sufrimiento ajeno. En definitiva, Cristo nos enseña a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre.

Concluye así su carta Juan Pablo II:
Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo.